jueves, 26 de julio de 2012

Cuatro nupcias y un desaparecido...


Desde que comenzó a asistir a las bodas de los amigos, a María este importante acontecimiento le ha causado un sentimiento de amor-odio.   

Las recepciones le han representado el lugar idóneo para disfrutar de una pista de baile casi exclusiva –porque la fiesta es para los novios-, pero también  le han originado una gran angustia, pues encontrar un acompañante  no es tarea fácil.  Ahora es diferente, la presión ya no existe, ya todos están casados.

Aunque en realidad, no pedía mucho, sólo alguien que supiera bailar –excelentemente bien- y que tuviera la energía –magnífica condición física- suficiente para danzar con ella toda la noche.

¿Es algo tan difícil?



María recuerda una de esas bodas, en la que, como siempre,  se le complicó la existencia al no conseguir una pareja adecuada.

 Así que una de sus amigas, al ver su desesperación, le organizó  un “blind date”. A María le resulta un tanto desagradable tener citas a ciegas. Esto porque las que se creen cupido –y amigas por supuesto-, suelen sentirse muy seguras de sus gustos; sin embargo, cuando ha llegado al encuentro y ha visto al personaje en cuestión,  María ha terminado muy  convencida de que en realidad son sus enemigas.

Así le sucedió a María en aquella ocasión, aunque hay que reconocer que también ella tuvo una parte de culpa en lo que sucedió esa noche.  
Esta boda resultaba perfecta. La recepción era en un “antro”. Una discoteca con toda la música variada que María podía imaginar, mucha bebida y sobretodo una pista de baile inmejorable. 


El “blind date” resultó ser un amigo, del amigo de mi amiga. Esto comenzaba a tener muy mala pinta; sin embargo le dio el beneficio de la duda y decidió aceptar. En realidad no le quedaba de otra.

Al principio todo marchaba sobre ruedas. Tenía buen porte, -normal a secas; y el individuo se comportaba muy decentemente, pues convivía con los demás como si se conocieran de toda la vida. Esto es lo que hace el alcohol, te convierte amigo de todos.

Cuando comenzó la música, María ya iniciaba su característico ritual, movía los pies debajo de la mesa y se le iban los ojos hacia la pista. El amigo del amigo de su amiga ni se inmutaba.  No parecía darse cuenta de las señales lanzadas por María, pues seguía charlando y bebiendo.

Ya desesperada, María comenzó a cantar y a moverse en su lugar. Si esto no hacía que este chico se percatara de sus intenciones, tenía que pensar rápidamente en otras estrategias.

No le hizo falta. Al final, lo comprendió. Se tardó un poco, pero terminó por invitarla  a bailar. María con una mirada de “no lo puedo creer” accede emocionada.

En la pista, María se transformó, -los que la conocen, saben perfectamente que no miento. Su manera de bailar no pasaba desapercibida por la gente a su alrededor y después de unos 15 minutos, se acercó una señora; era la madre del novio. -“Disculpa, qué bien bailas, ¿me enseñas unos pasos?”-. María asintió muy emocionada, y de pronto, sin saber de dónde salieron,  se vio rodeada de todas las tías y hermanas de los padres de los novios, que se unieron a la clase de baile.

Este tipo de situaciones era algo habitual para María. Es la primera que sale a bailar, y la que organiza  las rutinas de baile. Esta ocasión era una historia más, de las tantas que ha tenido a lo largo de su vida. Aunque hay que reconocer que cada vez se dan menos.  La energía de los 40 no es la misma.

Su acompañante pasó a segundo plano y sólo se movía por inercia. No lograba entender qué era lo que sucedía, por más que intentaba acercase a María, las mujeres y por supuesto ella misma, lo complicaba. El círculo era para mujeres.  Al final se resigno y con señas le explicó a  María que regresaba a la mesa a beber algo. María sonriendo le dijo –“perfecto”-, mientras les preparaba a las señoras unas coreografías al estilo de “Full Monty, pero con ropa.  

Después de 3 canciones y unas cuantas  contracturas de mujeres que ya no podían agacharse más. María decidió regresar a su mesa y atender a su acompañante, quien ya había perdido de vista.

Así fue, lo perdió de vista totalmente. El susodicho había desaparecido, y con él, se fue también el lápiz labial rojo pasión favorito de María, que como buen caballero aceptó guardar en la bolsa de su saco.

Preguntó a las parejas que estaban sentadas en la mesa que les habían asignado, pero nadie sabía dónde se encontraba. Sólo comentaron que lo vieron  dirigirse a la salida del salón caminando en línea discontinúa.

-¡Vaya desfachatez de este hombre! ¿Cómo es posible que alguien, sin avisar,  se vaya de una fiesta  y deje a su acompañante?- . A María le tocan las excepciones. Todo lo inimaginable, le puede suceder.



Al final, resignada por el hecho de quedarse sola en la boda,  regresó a la pista de baile y se unió  al grupo de señoras -que ya para esa hora, ya tenían ensayada otra coreografía.





María olvidó el incidente y no esperaba reclamar el hecho, ni a su amiga y por supuesto ni al desaparecido. Ya lo había borrado de su móvil y de su memoria.

Sin embargo, la vida da muchas vueltas y ésta se encarga por sí sola de regresar a los demás lo que se merece.  Aunque sea un poquito.

A la semana siguiente. El hermano menor de María se encontraba perdido y no localizaba la casa  de un amigo al que tenía que llevar un encargo.

Cuando por fin da con la dirección, timbra en el primer piso. En ese momento, le abre la puerta el que andaba desaparecido.  Cuando ve quién estaba en la puerta, da un salto hacia atrás, y siente cómo le entran unas ganas de orinarse del susto. Con voz chillona, le dice: -“lo siento, no era mi intención dejar a tu hermana en la boda, estaba muy borracho y no me sentía bien….”-. Y seguía diciendo frases que el hermano de María no comprendía,- …”no me vayas a pegar, te lo pido…” – El hermano sin entender que sucedía le dice, “mira brother no sé que rollo traigas con mi hermana, pero no soy un macho, ni mucho menos un golpeador, cálmate…yo vengo a saludar a Saúl y a ti ni te conozco”-.

Le sube de nuevo el color al rostro, y sonriendo le responde: -“Saúl, vive en el piso de arriba.”

miércoles, 18 de julio de 2012

Mi masajista húngaro...


La llegada de los 40 ha comenzado a hacer estragos en mi vida, me la he pasado con dolores musculares, caídas, y alergias. Cada uno ha sido un recordatorio de mi nueva etapa de vida.  

En el  2011, -un par de meses antes de mi celebración de las cuatro décadas-  tuve una terrible lumbalgia, ésta como consecuencia del estrés y del arranque de exceso de ejercicio que tuve en esa época.


Esta obsesión se debía a dos motivos;  celebrar mi cumpleaños con un cuerpazo, y disfrutar a mi instructor, un dios bajado desde el mismísimo olimpo, pero árabe. Este hombre tenía un cuerpo perfecto, muy atlético y por supuesto era excelente  dando su clase.



Al final mis sueños de convertirme en una súper deportista terminaron, gracias a unos dolores lumbares que me recordaron que ya no tenía 20 años y que el ejercicio y yo no éramos muy amigos como yo creía.  Por lo que olvidé –muy rápidamente-  las sesiones con mi instructor,  y opté por relajarme en el spa del gimnasio.  Todos los días combinaba la sauna con el baño turco.

Uno de esos días,  mientras sentía cómo liberaba toxinas, producto del alcohol de la noche anterior, vi entrar a la sauna, a un hombre con un cuerpo muy musculoso, -cachas como dicen en España-, de esos que no puedes dejar de mirar.


Debo confesar que esos hombres obsesionados por las pesas y por tener un cuerpo “hinchado”, no son de mi interés. Además, este hombre con aire de extranjero,  se notaba que era un poco creído, de esos que van por la vida diciendo “mírenme que estoy bien bueno…”



Cuando entró a la sauna,  yo conversaba con un señor mi problema de lumbalgia,-siempre encontraba a alguien con el mismo problema que yo, eso era maravilloso, ya que sentía que no era la única achacosa- y le explicaba que no sabía qué iba a hacer, pues me tenían prohibido el ejercicio.

Después de un rato, este “cachas” con un aire de “soy muy guapo y me merezco al mundo” interrumpió nuestra charla y comenzó a darme algunas recomendaciones. De pronto,  el señor con el que charlaba dejó la sauna, y me quedé sola con este hombre corpulento que no dejaba de mirarme.

Sólo estábamos los dos en un pequeño cuarto, yo en bikini y él en tanga diminuta. Se sentía un calor intenso, claro estábamos en una sauna, pero yo sólo veía dos cuerpos sudorosos y esta situación me provocaba incomodidad. Me hubiera gustado tener enfrente al instructor árabe, pero no, era un “cachas” con un acento extraño que no lograba identificar su origen.

De repente, me dice que él es masajista y que cuando quiera él puede ir a mi casa a darme un masaje privado.

Lo miré y noté que tenia una sonrisa provocadora, y pensé,- pero qué manera de ligar de este tío, ¿por qué los hombres no pueden ser más creativos y usar otras técnicas menos directas para llevar a alguien a la cama? -. Al final, le dije que  no aceptaba invitaciones de desconocidos y mucho  menos para un masaje. Estaba segura que quería "final feliz".

Durante un par de semanas siguió insistiendo y como paga, me pedía que yo le diera otro masaje, -vaya tipo, pero,  ¿qué le pasa?, ¿no entiende un NO como respuesta?-. Estuve indagando un poco en el gimnasio y todos coincidían que era un poco pesado. Así que al final, desistió y nos dejamos de hablar. Como yo no podía hacer ejercicio,  dejé de ir al gimnasio y no supe más de él.

Un año después, tuve una caída –una metida de pata- y estuve dos meses inmovilizada. Me la pasé entre sesiones de fisioterapia con aparatos, que según esto, me iban a ayudar a mejorar. Sinceramente, siempre he preferido el uso de las manos para aliviar cualquier dolor. Así que pensé que un fisioterapeuta era lo que necesitaba. 

A la semana siguiente de terminar las sesiones, iba en un taxi con un amigo, y me quejaba amargamente de mi situación. Casi a punto de la lágrima le decía “Necesito un fisioterapeuta, uno que me quite todos los dolores”. De pronto  voltee al frente del taxi  y  vi un montón de tarjetas puestas para que los clientes se las lleven. Tomé una y me di cuenta que era de un masajista ofreciendo sus servicios.

Mi cara se iluminó, ¿será una señal?, ¿esta era la respuesta que el universo me daba a mi problema?

La leí varias veces tratando de encontrar algún indicio de que no tuviera el servicio de un  “final feliz”. Pero nada, parecía un masajista serio, a quien  podía confiar para que tocara mi cuerpo de manera profesional.

Accedí a su página web y me gustó.   Así que le llamé y concerté una cita. Ese día, una amiga me acompañaba y le insistía que también se diera un masaje, total era una sesión de prueba.

Encontramos el lugar, que resultó estar en la cuarta planta de un edificio sin ascensor.  Este era el inicio de la terapia, -pensé-,  pues cómo se atrevía este hombre a tener su consultorio en la última planta. En fin, a subir escalones. No me quedaba otra opción.  

Muy segura que este masajista sería la persona que me ayudaría a mejorar mi pie, me dispuse a andar, ya casi llegando al cuarto piso, mi falta de condición afloró. Estaba acalorada y con los ojos fuera de órbita.  Mi corazón latía a mil y de mi boca no salía ningún sonido, sólo se oía mi respiración acelerada. 

Se abrió la puerta, y me detuve a mitad del último escalón. Ahí estaba parado,  el “cachas” del gimnasio de sonrisa provocadora y acento extranjero. Mi respiración se detuvo, pues traía un pantalón corto, -casi como el traje de baño de hace un año-, y una camiseta que dejaba ver su cuerpo corpulento. No podía creer lo que estaban viendo mis ojos. No podía hablar todavía, la falta de condición, y también la impresión debo reconocer, no me lo permitía. Este hombre sólo se me queda viendo y me dice “Bienvenida”.

Mi amiga se asustó con tanto músculo,  y con frases sin sentido, me dio a entender que se iba.

En mi caso –pensé-, es el destino. Era cierto que era masajista, y yo que imaginaba que tenía otras intenciones. Respiré profundo y acepté que antes, ahora o después, este hombre tenía que ser mi masajista.

Mi amiga terminó en un bar contiguo bebiendo un mojito, mientras esperaba mi regreso para que le contara cómo me había ido.

Me fue excelente. Durante 7 sesiones mi masajista húngaro, -por fin, supe su nacionalidad-, me dio la satisfacción de volver a caminar sin tanto dolor. Después de todo, tuve mi final feliz. De eso no tuve la menor duda.   

miércoles, 11 de julio de 2012

La primera vez que soñé con casarme, incluidas las campanadas de la iglesia…


Sólo tres veces he soñado con casarme. Sí, aunque parezca un embuste, ya que al ser mujer latina y educada para convertirme en niña de sociedad, pensarían todos que debería tener en mi historial una cantidad interminable de ocasiones en las que me he imaginado ante al altar.

Siento decepcionarlos, pero sólo han sido tres veces. Aunque todas terminaron en tragedia.

La primera vez fue a los 16 años. Un joven guapo que vivía a 426.51 kilómetros en línea recta de la ciudad en la que radicaba de niña. A esa edad, cualquier chico podría parecer atractivo,   -es la época de la punzada, diría mi abuela-  y éste no era la excepción. Alto, tez blanca,  cabello oscuro, y una sonrisa encantadora. Lo mejor, unos cuantos años mayor que yo.  Era sobrino de un amigo de mi padre y cada verano llegaba de visita para estar unos días en la playa y disfrutar, claro está, de la compañía de la familia de su tío.

Conversábamos poco, pero las ocasiones en que lo hacíamos eran como estar en las nubes, y mi imaginación volaba creando historias de amor con él.  Uno de esos veranos, me prometió que nos escribiríamos para estar en contacto y conocernos un poco más. Me hizo gran ilusión y esperé durante varios meses una de sus cartas. 

Al llegar la víspera de navidad, recibí una tarjeta. Emocionada, abrí lentamente el sobre y descubro una ingeniosa imagen de un hombre corpulento saliendo de una caja de regalos, -por supuesto era él- con unas cuantas palabras escritas para mí. “Espero verte pronto y te deseo una feliz navidad”.

Ese día, volé todavía más alto que las nubes en las que me  visualizaba con él.

Esa noche, me soñé vestida de novia, caminando hacia al altar, y al llegar, junto a mí, estaba este joven vestido de frac, con una hermosa sonrisa. En esa época de adolescencia, era el hombre perfecto. En la actualidad, creo que sería un sapo disfrazado.




Desperté un tanto inquieta. Recordaba un libro que había leído en aquel tiempo, que trataba el tema de las supersticiones -México es un país de creencias y nadie está exento de pensar que esto puede ser verdad-. La protagonista mexicana había soñado con su boda. El novio era un militar que había regresado a su país a cumplir con su deber en la guerra civil española. Al final, él nunca regresó a México y sólo vino por ella, en espíritu, cuando falleció. Los dos juntos en la eternidad. Bonita forma de acabar una historia. Esto a los 16 años es impactante, porque los sueños del amor se pueden destruir en un pis pas.

Así que ese día cuando  me despabilé de mi cama y evoqué el sueño, de inmediato lo relacioné con esta historia. Pensé que esto era una locura y que era ficción;  no me podía pasar a mí.

Por desgracia, muchas de las veces, la realidad supera la ficción. El 1 de enero de aquel año, mi padre recibió una llamada. Era el tío, quien nos avisaba que su sobrino, en compañía de sus dos hermanas, había tenido un accidente de auto. Todos murieron de manera instantánea.

La primera ilusión de imaginarme en el altar se fue con este joven que vivía a  426.51 kilómetros de mi, y que ahora, esa distancia se había convertido en una eternidad.

PD. Las otras dos ocasiones que he soñado con casarme tendrán su propia historia. Por ahora, este relato tiene su propio espacio y forma parte de las historias  de María. Le dedico un minuto de silencio a este joven atractivo que murió sin tener la oportunidad de conocer a esta guerrera de la vida.

sábado, 7 de julio de 2012

Las meteduras de pata de María


¿Quién no ha metido la pata alguna vez?


Yo creo que todos por lo menos alguna vez en la vida, lo hemos hecho…

María es experta en estos menesteres. Desde utilizar su boquita para decir alguna frase fuera de lo convencional, provocar situaciones un tanto incómodas; y  hasta caerse, literalmente hablando, para meter la pata en cualquier agujero que encuentre en su camino.

 Según el diccionario de la R.A.E.meter la pata” significa: Hacer o decir algo inoportuno o equivocado, y me gustaría agregar a esta definición que es una acción realizada de manera  involuntaria.

Este último punto es muy importante, ya que les aseguro, -porque la conozco muy bien- que las meteduras de pata de María son actos totalmente inconscientes y que forman parte de su inherente y peculiar personalidad.

Se da cuenta de lo que ha hecho o dicho, cuando ve las expresiones de la otra o, peor aún, de las otras personas cuando ha metido la pata. Esto ocurre en segundos, pero el impacto puede durar horas, días o incluso para toda la vida.

Como en aquella ocasión en una boda, cuando su amigo de baile se tropezó e hizo que la cabeza de María (y todo su cuerpo, por supuesto) cayera a los pies del que dos años después sería su jefe.

La vez que le dijo a una muy querida amiga que su cabello era grifo, o a su cuñada que traer tantos hijos al mundo era una irresponsabilidad- ahora lo agradezco porque tengo muchos sobrinos que amo con toda mi alma-.

O en otro suceso de su vida que al levantarse de la silla en plena reunión de trabajo, traía el vestido hacia arriba y todos vieron sus bragas de  “Bridget Jones”.

La vez que delante de sus amigos,  padres y el galán que había cruzado el océano para conocerla, bebió de más y todos se dieron cuenta de la “buena copa” que traía.

Las tantas veces que todos se han quedado callados y sólo su voz -que no pasa desapercibida- se escucha diciendo cualquier tontería, o las situaciones en las que ha tirado papeles mientras está con un cliente, o sin querer rompe objetos de cristal en reuniones, o termina manchando algo.

Además están las seis veces que se ha caído y metido la pata, en toda la extensión de la palabra,  tendiendo como consecuencia el uso de muletas y un pie enyesado o escayolado.

Está claro que estas meteduras (y muchas otras más) no son un lapsus, ni algo casual. Son sucesos que hacen divertida la vida de María, y le dan un toque de espontaneidad a la rigidez del convencionalismo.

Son historias de vida de alguien que no es perfecto…Porque nadie, absolutamente nadie lo es.

jueves, 5 de julio de 2012

El hombre de mar ¿Realidad o ficción?


María está inquieta. Ella sabe que el encuentro con el hombre de mar le puede marcar su destino.  Serán tres días designados a conocerse, desnudar el alma y darse cuenta si sus vidas se pueden entrelazar. ¿Serán suficientes? No lo sabe, pero le interesa averiguar.

Todavía recuerda el día que se conocieron y el “feeling” que sintió cuando sus miradas se cruzaron. La rosa y una tarjeta le recuerdan que este hombre no es producto de su mente. ¿Eres real?, -le preguntó María, él respondió –claro que lo soy, ¿por qué lo dudas?

Hoy ha llegado el gran día, María sonríe. Su corazón late aceleradamente con sólo recordar la sonrisa y esos ojos verdes que la hacen suspirar. Siente una punzada, que le atraviesa el corazón; siente dolor. Ha sido como un presentimiento, pero no logra descifrar lo que significa.

Sale de su piso, y camina hacia la parada del bus. Piensa en las horas que faltan por verle, cuando llega a su oficina, recibe un mensaje del hombre de mar “Hola, Guapa, ¿lista para esta noche?”

Pasan las horas, y María espera ansiosa. Siente otra punzada, es un dolor más fuerte.  ¿Será una señal? No lo creo, son los nervios, se dice para sí misma.

A las 6 en punto, María le escribe un mensaje de texto, “estoy por salir de la oficina, ¿dónde nos vemos?”. Primer mensaje, segundo, tercero…las respuestas no llegan, el teléfono no lo coge. María advierte otro pinchazo. Siente una angustia y un dolor en el alma. El corazón está herido…

Te espero cuando la noche se haga día,

suspiros de esperanzas ya perdidas.

No creo que vengas, lo sé,

sé que no vendrás.

Pasan los días, el hombre de mar se ha convertido en un recuerdo, sus imágenes se mezclan con la punción profunda en su corazón. María deja de sonreír…sólo quiere volar. Sabe que eso es irrealizable. Aunque sus pensamientos sí lo pueden hacer, ellos toman el vuelo hacia el horizonte. Lejos de todo. De pronto se enfrentan con la realidad.

 Un correo recibido, un texto sin sentido. Un hermano cómplice de una historia imposible. ¿Será parte de la inmadurez del hombre de mar?




La dirección, sólo un código postal sin rumbo fijo. No existe… ¿es una broma?



El dolor se ha vuelto más intenso, su corazón está sangrando…



Una lágrima cae lentamente. Cierra los ojos y suspira profundamente. Toma aire y deja que otro suspiro salga, de esos que representan el sorbo de vida del que uno intenta esfumarse.



 De pronto, María recuerda a La Muerte y a Oliverio en la peli, “El lado oscuro del corazón” y los escucha nítidamente entre sus pensamientos…



María ríe a carcajadas… ¡está viva! ¡Se siente viva! Este dolor se lo grita de manera silenciosa. 


Ahora lo ha comprendido perfectamente y por el momento, es lo único que cuenta.


domingo, 1 de julio de 2012

Encuentros inesperados


Salí preocupada del hospital, el diagnóstico del médico era contundente: “María, es altamente probable que sea alérgica al anisakis, así que por lo pronto olvídese del pescado y marisco”.

¿Cómo me puede decir eso el médico?, a mi, ¿que desde el año de nacida he comido pescado? Pero si soy una mujer de mar…

Mientras caminaba, pensaba en cómo la vida te puede cambiar en cuestión de segundos.  Cabizbaja recordaba mi cara llena de pequeñas ronchas rojas, como si hubiera tomado el sol a las 12 del mediodía sin protección solar. 

Ahora mismo sentía un calor interior intenso que recorría cada punto de mi rostro, por desgracia no era por placer, sino por el maldito anisakis.

Me acompañaba una amiga y le dije, “anda, vamos a comer por este barrio, conozco un lugar en el que hay paella los domingos, claro yo comeré una buena carne…” y nos reíamos. A estas alturas, ya sólo me queda reír a carcajadas y tomar lo que me pasa con humor.

De pronto, me detengo en la puerta de un bar cercano al que íbamos para leer el menú del día. A mi espalda, escucho la voz de un hombre que decía “este menú es el mejor, a muy buen precio, yo creo que deberían quedarse aquí”. 

Decido voltear, su timbre de voz era agradable y me intrigaba saber a quién pertenecía.  Lo primero que veo son los ojos de este hombre misterioso.  Su mirada se cruza con la mía,  y mientras él continúa hablando de las maravillas del menú, yo dejé de escucharlo para poner atención a lo que me pasaba a mi.  Sentía un calor intenso que ahora recorría  todo mi cuerpo, ¿será el anisakis? o ¿me lo  provocaba esa mirada intensa que no dejaba de mirarme?

Definitivamente, en cuestión de segundos, la vida te ofrece sorpresas inesperadas que hacen que el sentido de tu existencia tome una dirección diferente.

                                      Ese día viví dos encuentros.

Uno de ellos con el anisakis, un parásito que vive en el mar y se aloja en muchos de los peces que llegan a Madrid, y que me ha hecho ser alérgica al pescado.

El segundo, con un hombre de mar, que vive a 400 metros de la playa y con sólo una mirada me ha provocado más calor que el anisakis en plena crisis alérgica.

Poema Hombre En El Mar (fragmento) de Carlos Barral
II
Y tú, amor mío, ¿agradeces conmigo
las generosas ocasiones que la mar
nos deparaba de estar juntos? ¿Tú te acuerdas,
casi en el tacto, como yo,
de la caricia intranquila entre dos maniobras,
del temblor de tus pechos
en la camisa abierta cara al viento?
Y de las tardes sosegadas,
cuando la vela débil como un moribundo
nos devolvía a casa muy despacio…
Éramos como huéspedes de la libertad,
tal vez demasiado
hermosa.
El azul de la tarde,
los húmedos violetas que oscurecían el aire
se abrían
y volvían a cerrarse tras nosotros
como la puerta de una habitación
por la que no nos hubiéramos
atrevido a preguntar.
Y casi
nos bastaba un ligero contacto,
un distraído cogerte por los hombros
y sentir tu cabeza abandonada,
mientras alrededor se hacía triste
y allá en tierra, en la penumbra
parpadeaban las primeras luces.