No hay mayor placer que vivir como urbanita…
Disfrutar el bullicio, el sonido de sirenas y el trajín de la gran urbe…
Ser urbanita ha sido un logro y no ha sido fácil llegar a este punto. Aunque debo reconocer que el campo me ha
enviado señales para que lo explore.
He aquí algunas historias que lo
demuestran…
¿Te cambio una ruta por un baile?
Cuando estaba en la universidad
una amiga me convenció de ir a una ruta en las montañas. Preparé mi outfit para la gran ocasión: tenis,
sudadera y pants. A las 5 se escuchó el
ruido del despertador y con la lagaña todavía en el ojo, me alisto un poco
entusiasmada. –vamos María, esta es la ocasión para respirar aire fresco y
disfrutar de la naturaleza- Y allá fui.
Caminamos varios metros hasta
llegar a la zona boscosa. Me decía –es la mejor ruta-, si claro, llena de
piedras, insectos, y ramas que me arañaban cuando intentaba subir. Mi corazón
latía a mil por hora y apenas podía hablar;
sólo deseaba ver la carretera y al señor que vendía los jugos de naranja.
No volví a acompañarla. Le cambié
las rutas por idas a los baile de rodeo en algún pueblo. Esto, ¿también aplica
como paseo campestre, no?
¿Quieres un drink?
Al terminar la universidad, pasar
unos días en el campo significaba ir en dirección
a un lugar alejado de la ciudad, -en coche por supuesto-, y pasar un rato con
los amigos o la familia en alguna casa con vista a las montañas, hacer carnita
asada, y preparar los imprescindibles “litros”
de vodka, clamato o michelada.
No podían faltar los juegos de
mesa y tumbarme a ver todas las pelis que no había tenido oportunidad de ver en
el cine. ¿Caminar?, si claro, sólo para
lo absolutamente esencial: ir a la piscina, al bar o cocina, y por supuesto a
la cama para ir a dormir. ¡Esto es pura vida!
¿Puedo ir al baño?
El primer año en Madrid, una
amiga celebró su cumpleaños en el campo. Me invitó a una barbacoa. Emocionada
por ser mi primera vez en el campo en España, me fui vestida para la ocasión:
sombrero de paja, vestido vaporoso, sandalias chulas, mi bolsa de campo y un
poco de maquillaje, para darme un poco de color, que estaba pálida como
lagartija por no tomar el sol. Al llegar,
miré a todas las que asistían al evento, iban vestidas en chándal o pantalón
corto, zapatillas/tenis, y sin una gota de maquillaje.
No dejaban de verme de arriba
abajo, terminé diciendo -vengo llegando de México, es la primera vez que salgo
al campo-. Esta fue mi manera de salir airosa de esta incómoda situación.
Al llegar, sólo veía árboles, una
zona de mesas y el asador. A lo lejos un lago, pero nada más. La zona del baño
era atrás de los arbustos, y después de un par de horas de resistirme por ir a los
sanitarios naturales, me decidí y al levantarme de la banquita, pisé mal y me hice un esguince, -eso pasa por
usar sandalias en el campo-. Al final, el hielo disponible para los tintos de
verano, se utilizó para evitar que mi pie se inflamara y tuviera un moratón.
El valle del Jerte…toda una revelación
Ya recuperada de mi esguince,
decidí continuar con el llamado que me hacia
la naturaleza y me fui con unos amigos a un espectáculo sin igual: ver los
cerezos en flor en el valle del jerte. En aquella ocasión agoté la cuota de
caminata de todo el año. Fueron casi 3 horas de ruta, pero valió la pena. Ya me
sentía que podía con más y esa tarde
para celebrar haríamos fiesta en la cabaña. Lo que no esperaba es que mi cuerpo
pidiera sólo cama. Al final, me perdí la
fiesta para irme a los brazos del morfeo deportista. En la mañana siguiente desperté
con un dolor de cuerpo que me recordaba que necesitaba aumentar la cuota de
ejercicio ese año.
El atardecer y una copa de champán
El segundo año, mi experiencia
rural fue otra celebración de cumpleaños en un pueblo cerca de Madrid. Al caer
la tarde, mi amigo -cosmopolita como yo-, abrió la botella de champán, tomó unas
copas y nos fuimos con su prima a disfrutar el atardecer brindando por la vida
en medio del campo. Hay que disfrutar
los placeres de la vida y más con una copita.
Terminó mi visita al campo, con
una cena. Toda la gente del pueblo –incluyendo
el alcalde- estaba presente, e hice que las mujeres dejarán su timidez y se
levantaran de sus sillas a mover un poco el esqueleto. La fiesta estuvo tan
animada, que me hicieron casi hija
pródiga del pueblo. No sé en qué momento, les prometí ir al día siguiente a
misa, pero lo que sí recuerdo es la invitación a la siguiente fiesta del
pueblo, incluida la quedada en alguna de sus casas. Esto sí que es
hospitalidad, así dan ganas de regresar al campo.
A seguir intentando…
El tercer año continué con el
reto de hacer un poco de vida de campo y me inscribí a una excursión con
amigos. Sólo 10 km de caminata, y como cierre terminar la celebración con tapas
y cañitas. Fui y compré el outfit para las montañas, fue una excelente
experiencia, pero 15 días después, me caí y terminé en cama por 2 meses. Estas
también son señales, de que la vida de urbanita es para mí.
El paraíso terrenal
Mi última experiencia fue en el
paraíso. Para llegar a este paradisiaco lugar, hay que bajar –y por supuesto
subir-, como 500 metros, que se me hicieron eternos. Caminé entre piedras,
ramas, sudé horrores, me caí un par de veces; y cuando creía que no podía más
con esta travesía, escuché el sonido del río. Me detuve unos segundos para
aspirar el aire puro y cerré los ojos.
En ese momento, el tiempo se detuvo y mi cuerpo se llenó de paz y
tranquilidad. Sólo por este instante,
valió la pena el esfuerzo que me provocó bajar hasta este punto del bosque.
Sin embargo, lo mio, lo mio es
ser urbanita y eso no lo cambió por nada…
URBANITAS
Entre ruidos tenebrosos
del transito aterrador,
sonámbulos, perezosos
malvivimos temerosos;
bajo el humo contaminador.
¿Qué son las grandes ciudades?
telas de arañas gigantes
que entre luces rutilantes,
dejan a nuestras libertades
maltrechas y agonizantes.
vamos todos en estampida
por don reloj gobernados,
por las urbes apiñados
cual marabunta en huida.
Cual autómatas guiados.
No hay padecer más alto
que vivir como urbanita,
el sentir se precipita
entre bullicio y asfalto;
dentro de la urbe maldita.
Cuando llega la ocasión
buscamos la tan soñada,
esa campiña deseada
que dejamos en evasión;
la que nunca fue olvidada.
Se abre más grande la herida
al retorno a la ciudad,
otra vez la repetida
monótona, maldecida;
rutina de inmensidad.
Y al volver nos encontramos
con el monstruo enfurecido,
que nos hiere con su ruido
y que empuja si paramos,
al olvido corrompido.
Entre penumbras nocivas
de humos y de polución
maldecimos la gran población,
la que nos deja cautiva:
el alma, la fe y la ilusión.
Autor:
Pablo Grados Tapia.