sábado, 18 de agosto de 2012

No hay mayor placer que vivir como urbanita…



No hay mayor placer que vivir como urbanita…
Disfrutar el bullicio, el sonido de sirenas y el trajín de la gran urbe…

Ser urbanita ha sido un logro y  no ha sido fácil llegar a este punto.  Aunque debo reconocer que el campo me ha enviado señales para que lo explore.

He aquí algunas historias que lo demuestran…

¿Te cambio una ruta por un baile?
Cuando estaba en la universidad una amiga me convenció de ir a una ruta en las montañas. Preparé mi outfit para la gran ocasión: tenis, sudadera y pants.  A las 5 se escuchó el ruido del despertador y con la lagaña todavía en el ojo, me alisto un poco entusiasmada. –vamos María, esta es la ocasión para respirar aire fresco y disfrutar de la naturaleza-  Y allá fui.
Caminamos varios metros hasta llegar a la zona boscosa. Me decía –es la mejor ruta-, si claro, llena de piedras, insectos, y ramas que me arañaban cuando intentaba subir. Mi corazón latía a mil por hora y apenas podía hablar;  sólo deseaba ver la carretera y al señor que vendía  los jugos de naranja.
No volví a acompañarla. Le cambié las rutas por idas a los baile de rodeo en algún pueblo. Esto, ¿también aplica como paseo campestre, no?
¿Quieres un drink?
Al terminar la universidad, pasar unos días en el campo significaba  ir en dirección a un lugar alejado de la ciudad, -en coche por supuesto-, y pasar un rato con los amigos o la familia en alguna casa con vista a las montañas, hacer carnita asada, y  preparar los imprescindibles “litros” de vodka, clamato o michelada.
No podían faltar los juegos de mesa y tumbarme a ver todas las pelis que no había tenido oportunidad de ver en el cine.  ¿Caminar?, si claro, sólo para lo absolutamente esencial: ir a la piscina, al bar o cocina, y por supuesto a la cama para ir a dormir. ¡Esto es pura vida!
¿Puedo ir al baño?
El primer año en Madrid, una amiga celebró su cumpleaños en el campo. Me invitó a una barbacoa. Emocionada por ser mi primera vez en el campo en España, me fui vestida para la ocasión: sombrero de paja, vestido vaporoso, sandalias chulas, mi bolsa de campo y un poco de maquillaje, para darme un poco de color, que estaba pálida como lagartija por no tomar el sol.  Al llegar, miré a todas las que asistían al evento, iban vestidas en chándal o pantalón corto, zapatillas/tenis, y sin una gota de maquillaje.
No dejaban de verme de arriba abajo, terminé diciendo -vengo llegando de México, es la primera vez que salgo al campo-. Esta fue mi manera de salir airosa de esta incómoda situación.
Al llegar, sólo veía árboles, una zona de mesas y el asador. A lo lejos un lago, pero nada más. La zona del baño era atrás de los arbustos, y después de un par de horas de resistirme por ir a los sanitarios naturales, me decidí y al levantarme de la banquita,  pisé mal y me hice un esguince, -eso pasa por usar sandalias en el campo-. Al final, el hielo disponible para los tintos de verano, se utilizó para evitar que mi pie se inflamara y tuviera un moratón.
El valle del Jerte…toda una revelación
Ya recuperada de mi esguince, decidí continuar con el  llamado que me hacia la naturaleza y me fui con unos amigos a un espectáculo sin igual: ver los cerezos en flor en el valle del jerte. En aquella ocasión agoté la cuota de caminata de todo el año. Fueron casi 3 horas de ruta, pero valió la pena. Ya me sentía  que podía con más y esa tarde para celebrar haríamos fiesta en la cabaña. Lo que no esperaba es que mi cuerpo pidiera sólo cama.  Al final, me perdí la fiesta para irme a los brazos del morfeo deportista. En la mañana siguiente desperté con un dolor de cuerpo que me recordaba que necesitaba aumentar la cuota de ejercicio ese año.
El atardecer y una copa de champán
El segundo año, mi experiencia rural fue otra celebración de cumpleaños en un pueblo cerca de Madrid. Al caer la tarde, mi amigo -cosmopolita como yo-, abrió la botella de champán, tomó unas copas y nos fuimos con su prima a disfrutar el atardecer brindando por la vida en medio del campo.  Hay que disfrutar los placeres de la vida y más con una copita.
Terminó mi visita al campo, con una cena. Toda la  gente del pueblo –incluyendo el alcalde- estaba presente, e hice que las mujeres dejarán su timidez y se levantaran de sus sillas a mover un poco el esqueleto. La fiesta estuvo tan animada, que me hicieron casi  hija pródiga del pueblo. No sé en qué momento, les prometí ir al día siguiente a misa, pero lo que sí recuerdo es la invitación a la siguiente fiesta del pueblo, incluida la quedada en alguna de sus casas. Esto sí que es hospitalidad, así dan ganas de regresar al campo.

A seguir intentando…
El tercer año continué con el reto de hacer un poco de vida de campo y me inscribí a una excursión con amigos. Sólo 10 km de caminata, y como cierre terminar la celebración con tapas y cañitas. Fui y compré el outfit para las montañas, fue una excelente experiencia, pero 15 días después, me caí y terminé en cama por 2 meses. Estas también son señales, de que la vida de urbanita es para mí.
El paraíso terrenal
Mi última experiencia fue en el paraíso. Para llegar a este paradisiaco lugar, hay que bajar –y por supuesto subir-, como 500 metros, que se me hicieron eternos. Caminé entre piedras, ramas, sudé horrores, me caí un par de veces; y cuando creía que no podía más con esta travesía, escuché el sonido del río. Me detuve unos segundos para aspirar el aire puro y cerré los ojos.  En ese momento, el tiempo se detuvo y mi cuerpo se llenó de paz y tranquilidad.  Sólo por este instante, valió la pena el esfuerzo que me provocó bajar hasta este punto del bosque.
 Al final, regresé con mucha energía y con un sabor de boca de querer más de este estilo de vida.
Sin embargo, lo mio, lo mio es ser urbanita y eso no lo cambió por nada…

URBANITAS

Entre ruidos tenebrosos
del transito aterrador,
sonámbulos, perezosos
malvivimos temerosos;
bajo el humo contaminador.
¿Qué son las grandes ciudades?
telas de arañas gigantes
que entre luces rutilantes,
dejan a nuestras libertades
maltrechas y agonizantes.
vamos todos en estampida
por don reloj gobernados,
por las urbes apiñados
cual marabunta en huida.
 Cual autómatas guiados.

No hay padecer más alto
que vivir como urbanita,
el sentir se precipita 
entre bullicio y asfalto;
dentro de la urbe maldita.

Cuando llega la ocasión
buscamos la tan soñada,
esa campiña deseada 
que dejamos en evasión;
la que nunca fue olvidada.
Se abre más grande la herida
al retorno a la ciudad,
otra vez la repetida
monótona, maldecida;
rutina de inmensidad.
Y al volver nos encontramos
con el monstruo enfurecido,
que nos hiere con su ruido
y que empuja si paramos,
al olvido corrompido.
Entre penumbras nocivas
de humos y de polución 
maldecimos la gran población,
la que nos deja cautiva:
el alma, la fe y la ilusión.

Autor: Pablo Grados Tapia.